Sergio Gaut Vel Hartman
Lo convocaron
mediante un telegrama muy formal, pero él se sintió como si lo hubieran
arrancado de la cama, desnudo y sin la dentadura postiza.
Lo
concentraron, junto con un centenar de hombres como él, en una barraca
maloliente; les dieron ropa adecuada, fusiles láser, algunas granadas y
paquetes de tabletas alimenticias. Al monte, no me importan sus achaques, les
gritó el sargento; esto es una guerra.
Una guerra en
serio, se dijo; pero, ¿contra quién?
Le enseñaron a
usar el arma. El fusil láser no era un arma especialmente sofisticada.
No tenía nada
que ver con las miniatómicas, las beluga o la bomba de pánico. Era una forma
desarrollada de las armas convencionales que pueden verse en el Museo de los
Horrores. Pero de todos modos estaba preparado para matar.
Le dijeron que
se había inventado una nueva clase de guerra porque sostener una guerra nuclear
era impensable. No somos imbéciles como los gobernantes del pasado, decían los
carteles pegados en las paredes de las ciudades; firmado: el Gobierno.
Finalmente lo habían comprendido. Una vez que la espiral queda fuera de control
y los conflictos regionales se transforman en globales... La cuarta realmente
se pelearía con garrotes. Así que los bandos decidieron, de común acuerdo, como
corresponde a la gente civilizada usar los garrotes en la tercera. Nada de
misiles, ojivas nucleares, submarinos y portaviones atómicos, cazas
supersónicos y bombarderos de gran autonomía de vuelo.
Lo entrenaron
como infante. Fusil láser y bayoneta calada.
Una guerra no
resulta creíble ni estimulante sin muertos, heridos y mutilados.
¿Ésos son los
soldados que se van a la guerra, mami?
- Sí, hijo.
Enseguida va a pasar el abuelo. Vas a ver qué lindo le queda el uniforme.
Las tropas
desfilan delante del palco de honor. El joven rey preside la solemne marcha del
ejército que se dirige al frente. Los soldados tratan de conservar el paso bajo
la lluvia de pétalos que arrojan las muchachas, pero a la mayoría le pesan más
los años que la mochila.
- No está mal -
dice el rey inclinándose hacia la ministro de guerra.
- Especialmente
si se tiene en cuenta que los preparamos en una semana.
- Se los ve
animosos - dice el canciller -. Hasta parecen haber superado los achaques
propios de la edad.
- Será por la
dosis masiva de provectal que les circula por las venas - dice el ideólogo del
Orden Nuevo.
Termina de
pasar el Cuerpo de Gerontes y le llega el turno a la Milicia de No Videntes.
Los Zapadores Tullidos se impacientan en un rincón de la plaza, ansiosos por
hacer correr las nuevas sillas blindadas.
Guerra de
trincheras. Un fósil desenterrado de archivos de las cinematecas y
cuidadosamente secado al sol explosivo del mediodía.
Ratas. Barro
ácido, gomoso. Horas flacas y el uniforme pegado al cuerpo, como si todo
formara parte de una tortura inventada por esos mocosos pacifistas.
Arriba,
adelante, los fuegos artificiales estallando como en una fiesta municipal
químicamente pura.
Lo empujaron a
una trinchera sin darle explicaciones y lo pusieron bajo el mando de un
sargento tan reumático como él mismo. Lo obligaron a convivir con un montón de
viejos sucios y mezquinos; los que se han quedado solos para no tener que
mantener a una mujer y ahora necesitan cortejar a la bruja desdentada para
durar un día más.
Entabla una
relación cordial, casi empática, con un ciego que ha perdido a su pelotón. El
ciego es más sucio que una letrina y malo y resentido, pero la guerra es la
guerra y la soledad es peor.
- Tenemos que
llegar a la colina antes del anochecer, carajo.
- Me da lo
mismo. Estoy reventado. Ahora o dentro de un rato. Cuestión de tiempo, ¿no?
- No hables al
pedo. La vida es hermosa. Lo digo yo que me limito a manosearla desde hace
medio siglo.
La metralla del
enemigo los obliga a hundir la cara en el barro.
- ¡Mierda y
mierda! Si por lo menos dejara de caer esta jalea por un rato...
- No se va a
secar. De todos modos no se va a secar. Te vas a morir vos, me voy a morir yo,
y todavía no se va a secar.
Una explosión,
hacia el este. Un grito largo, casi un aullido licantrópico que corta el campo
al sesgo. Una voz de mando, quebrada, vacilante, demandando silencio sobre una
herida abierta; una herida de bordes irregulares.
- ¡Hijos de
puta! ¡No aguanto más!
- «¡Mueran con
honor ya que no pueden vivir con dignidad!» - diría nuestro amado rey.
- Esto es sólo
un ensayo. Cuando empiece la joda en serio ni siquiera te van a dejar morir.
Una dosis de estopa, una costura de emergencia, una descarga eléctrica y otra
vez el frente. Ellos encontraron la forma de no ensuciarse las uñas. Muy
apropiado, justo lo que necesitábamos. Una guerra a los veinte, otra a los
cien.
Un infierno de
colores y sonidos se derrama sobre el campo de batalla. Un latido epileptoide
recorre los sistemas nerviosos como si estuvieran interconectados. Orden de
saltar fuera de las trincheras. Orden de matar a contrafuego enemigo. La tierra
parece erizada de flores: calvos y canosos. Son como cardos y hongos avanzando
a desgano por el tórrido paisaje, eludiendo los trazos blancos que escupen los
fusiles láser del enemigo. Y ellos, a su vez, replican arrancando jirones de
carne podrida, brazos sarmentosos y vísceras gastadas. Están obnubilados por
una idea lejana, ajena, y avanzan y avanzan y disparan y avanzan y mueren y
siguen avanzando, abúlicos, reticentes. Están apagados, son absolutamente
viejos.
Antes de caer
la noche, casi sin notario, han ganado la colina y un collar de pozos y
trincheras. Ahora tienen donde arrojar los cuerpos que sienten como prestados
para ahogarlos en barro y mugre.
- ¿Hay muchos
muertos? Me gustaría verlos.
- No te perdés
nada. Son como quince. La puta que las parió a estas granadas: me parece que
hay más cabezas que brazos.
- No se puede
creer. Otro día sin que me toque el turno.
- Los pendejos
del Gobierno ¿sabrán las reglas de esta guerra? Yo no.
- ¡Qué gusto de
escarbar en la mierda, viejo! Acaso no estamos ganando?
- Sí, a lo
mejor estamos ganando. Parece que a ellos se les están terminando los viejos.
- ¡Nos mandan a
casa!
- No sé. Todos
estos muertos son mogólicos y oligofrénicos.
FIN
Edición
electrónica de Sadrac
Buenos Aires,
Abril de 2001