Un círculo cada vez más ancho

por Richard McCloud



Richard McCloud es el nombre literario de un veterano autor de relatos de aventuras que ha combinado la carrera de esforzado trabajador de la pluma con un tipo de vida que podría haber despertado la envidia de Hemïngway. Se crió en los grandes días de las novelitas baratas 'y escribió un enorme número de cuentos de acción para la editorial Street and Smith, empleando diecisiete seudónimos distintos.

McCloud ha sido estibador en San Francisco, maderero en las Sierras, peón ganadero en los ranchos de Nuevo México y piloto en el canal de Nueva York. Pasó doce años embarcado, cinco de ellos frente a las costas de China en tiempos de la extraterritorialidad. En sus cuatro años de servicio en los convoyes durante la segunda guerra mundial, estuvo a bordo del "Lancaster" cuando éste fue hundido frente a Casablanca, en 1942, y perdió trece tripulantes. La historia de cómo sobrevivió a ese desastre forma parte de una novela que tiene en proyecto. En otro convoy, fue testigo del hundimiento de diez barcos, con sólo tres supervivientes. Muchas de estas experiencias y sus largos viajes por Oriente están aflorando ahora en sus últimos relatos de aventuras y de misterio.

McCloud recoge con implacable minuciosidad los datos que emplea en sus cuentos. Mientras obtenía datos sobre el latah, un tipo peculiar de neurosis asiática que impulsa a su víctima a imitar miméticamente y al instante lo que ve, tuvo conocimiento de la oscura fobia llamada koro. A todos aquellos lectores menos inclinados a realizar tan meticulosas investigaciones puedo asegurarles (y McCloud me lo ha demostrado) que todos los detalles sobre el koro que aparecen en el siguiente relato, en verdad están plenamente justificados.


La bella Myrtle Smith, la recepcionista, introdujo a Mervin Worthington en el despacho y, a espaldas del cliente, hizo un gesto de encogimiento de hombros, dirigido a su jefe. Ahí tiene otro, decía el gesto, refiriéndose a un cliente sin ningún verdadero problema.

El doctor Gresham asintió gravemente con un movimiento de cabeza, pero deseó encontrarse fuera metiendo la pelota en el noveno hoyo.

Diagnosticó que nada le ocurría a Mervin Worthington, un hombre alto, ancho y apuesto. Antiguo as del fútbol, convertido ahora en programador de computadoras, Worthington lucía unas patillas de tamaño medio y un traje de franela gris cortado a medida. Era evidente que, en una escala modesta, tenía todo lo que deseaba. Luego su problema debía ser: "¿Cómo demonios me he metido en semejante atolladero?"

Gresham le indicó una silla. La única satisfacción del doctor ante los fraudes y sus imaginarios problemas era que sus honorarios de psiquiatra eran exorbitantes.

-Doctor -dijo Worthington, una vez superadas las cortesías de rigor-, aprecio muchísimo a mi esposa, pero no creo que nuestro matrimonio pueda durar mucho.

-Un poco contradictorio, ¿no le parece?

-E indigno, doctor. Pero es mi manera de ser. A los treinta años, podría decirse que soy realmente un viejo verde. Verá, he sido marino. Tocábamos puertos donde las chicas lo hacían todo con uno y el sexo oral era simplemente una parte más del trato. Estoy acostumbrado a que me trabajen a fondo. ¿Y qué hacemos mi Lucy y yo? Ella no quiere ni tocarlo. Sólo procreamos.

Gresham interrumpió juiciosamente el trágico relato.

-Sí, humm, comprendo el problema. Se ha convertido en una obligación. Usted no siente más que una breve comezón. Igual le daría rascarse una pierna. No experimenta una euforia prolongada. Nada por lo cual desear actuar como un adulto con capacidad de discernimiento.

El doctor adoptó una actitud de solemne interés, como si el hecho de que Worthington obtuviera su placer a la manera como suele procurarlo una prostituta de Hong Kong fuera la cosa más importante del mundo.

Pensó en su padre, un médico de cabecera consciente, chapado a la antigua, que con frecuencia les decía a sus pacientes que no tenían nada. Su padre había muerto pobre, en cambio el médico que había sido compañero de habitación de su padre durante los años de carrera había ganado una fortuna con una clínica para enfermedades venéreas, antes de que se inventara la penicilina.

Hombres que acudían preocupados, pero sanos, a la clínica, salían contagiados. El doctor en medicina, convertido en curandero tenía un cultivo de gonococos especialmente destinados a este fin.

La gente buscaba curanderos. Preferían consultar a un farmacéutico antes que a un médico. Salían del país para conseguir remedios de curandero prohibidos por las autoridades. Todavía se podía vender agua del grifo coloreada con todo un montaje médico, si la ley no se lo impedía a uno.

Instintivamente, el doctor Gresham habría despedido a ese personaje. Pero luego vendrían otros como él. Gresham estaba realizando una buena labor en las salas pediátricas de los hospitales mentales. Gratuitamente. Conque, ¿por qué no? Esos imbéciles podían pagar por ello. Si buscaban recetas de curandero, é estaba dispuesto a dárselas.

-¿Y si simulara usted los síntomas del koro, señor Worthington?

-¿Koro? Es una enfermedad china, ¿verdad?

-Sí, está muy extendida en las Indias orientales y en el sur de la China.

-Verá -dijo Worthington-, hace seis años que no he estado en Hong Kong. Un virus no...

-El koro no es un virus -dijo Gresham-. El koro es una fobia, un temor obsesivo de que el pene desaparezca dentro del vientre y con ello sobrevenga la muerte.

-Y el loco entonces no lo suelta nunca. ¿Verdad? ¡Ya me veo paseando por la calle con el pito en una mano!

El doctor se encogió de hombros.

-Eso es cosa suya. En Oriente, la víctima del koro solicita la ayuda de todo el mundo para que se lo sostengan por turnos. En China, el koro recibe el nombre de shook yong, y es tan frecuente que muchas tiendas venden abrazaderas de metal para esos casos.

-¡Ya me veo en los vestuarios con unas abrazaderas puestas!

-Hay un método más sencillo, señor Worthington. La esposa puede ayudar muchas veces a la víctima del koro a superar su fobia mediante el fellatio.

Fellatio! ¡Pero si Lucy no quiere ni tocarlo con la mano!

-No exagere mucho el koro simulado durante los primeros días. Salga de la ducha fría cuando lo tenga bien arrugado y comience a mostrarse preocupado. Vaya aumentando lentamente los síntomas. Muéstrese tímido, avergonzado, luego atormentado, y acelere sus temores hasta acabar subiéndose por las paredes.


Semanas más tarde, Myrtle Smith, que era toda una hembra, hizo pasar a Lucy Worthington y salió con un sardónico vaivén del trasero.

La señora Worthington, una rubia alta y esbelta con una falda verde plisada y una blusa de seda de colores, era bastante bonita, con un pecho digno de atención y todos los aditamentos que puedan pedirse.

Fue rápidamente al grano.

-Mervin cree que su pi..., su miembro..., está desapareciendo en su ba..., su vientre.

-Ah, sí -dijo el doctor Gresham-. El koro. No cabe duda de que es el koro. En China lo llaman shook yong.

Describió los síntomas y le habló de la difusión de esa enfermedad en Oriente y de las abrazaderas metálicas.

-¿Dónde puedo comprar unas?

-Tal vez en el barrio chino. Pero no son eficaces.

-Entonces, ¿qué sugiere usted, doctor?

-Los estudios realizados demuestran que la terapia más eficiente es la que puede administrar la esposa. Se llama fellatio. Resulta verdaderamente convincente para el paciente.

-¡Pero eso es feo, doctor!

-Si usted lo dice -replicó Gresham-. ¿Usted es mala, señora Worthington? ¿Lo es su esposo? ¿Es malo el cuerpo humano?


Transcurrieron algunas semanas y Gresham recibió la desinhibida llamada telefónica que había anticipado.

-¡Worthington, doctor! ¿Recuerda? ¡Kor-r-ro! ¡Fije los honorarios que quiera, doctor! ¡A Lucy le encanta! La verdad es que tocaría el himno nacional con ella mañana y noche si yo pudiera resistirlo. Tal como están las cosas, con unos años de terapia de Lucy me habré convertido en una pieza de museo en el Smithsonian Institute... Voy a enviarle algunos de los muchachos del club, doctor.

Gresham suspiró tristemente. Sólo necesitaban una excusa para su conducta y "¡ahí vamos!"

Lucy Worthington acudió a la consulta.

-Doctor -dijo muy modosa-, creo que mi marido se está recuperando lentamente, aunque tal vez todavía tarde un poco... Pero, una cosa, doctor, ¿las mujeres no sufren nunca el koro?

-Cielo santo, claro que sí -dijo Gresham que ya esperaba que los acontecimientos tomaran ese curso-. En Borneo, el koro es prácticamente epidémico entre las mujeres.

Explicó que las muchachas se volvían absolutamente locas de preocupación, pensando que sus labios vaginales desaparecerían absorbidos en el vientre.

-Según los estudios, el cunnilingus parece tener efectos terapéuticos bastante buenos.

Lucy casi tuvo un orgasmo.

-¿Cree que él querrá, doctor?

-Humm. Worthington es básicamente un hombre amable. No le gustaría ver a su mujer recluida en una celda acolchada.

Bastaba darles una justificación; no necesitaban nada más.

Unas semanas más tarde, Myrtle Smith hizo pasar otra vez a Lucy Worthington.

-¡Le encanta! -exclamó Lucy-. Cuando Mervin se zambulle, parece que ya no vaya a levantarse nunca más. Jamás comprenderé cómo no se ahoga ahí abajo. Me hace sentirme como una yegua tierna con un ávida semental. ¡Es divino!

El tipo de confidencias que uno; reserva para su médico, pensó Gresham.

-Estoy agotada, simplemente agotada. Diga cuánto le debo, señor, y recibirá su cheque en el correo de la mañana... Tengo intención de mandarle a algunas de mis íntimas amigas.

Poco antes del almuerzo, entró Myrtle Smith con la lista de las visitas de la tarde.

-Todos son pacientes que sufren de koro...

"Myrtle tiene el trasero más sensual que he visto", pensó Gresham. ¿Qué hace que un trasero resulte sensual? Sin duda sería un tema digno de una monografía.

Koro, y nada más que koro! -se lamentó Myrtle-. ¡Estoy harta de las condenadas expresiones de fatua superioridad que adoptan después de empezar el tratamiento en sus casas!

-No te quejes, Myrtle. El negocio va viento en popa. Has recibido tres buenas primas.

-¡Pero mis labios! -exclamó Myrtle-. ¡A nadie le importan un comino! ¡Se me están chupando dentro del vientre! ¡Voy a morirme! ¡Me estoy quedando como una avispa, sin nada en el centro excepto una punta!

-Humm, sí -dijo el doctor Gresham, con un tono de desinteresada seriedad clínica que no consiguió ocultar el destello de su mirada-. Un caso agudo. Se impone un tratamiento de urgencia. Quítese esa bata almidonada, Myrtle, y descanse esa carne dolorida sobre el diván de las confesiones.

Myrtle prácticamente se arrancó de un tirón todas las ropas, mientras el doctor Gresham se quitaba los zapatos y se bajaba la cremallera, canturreando:

¡Nada hay mejor,
dice el doctor,
que un sesenta y nueve
cada ma-ña-a-a-na!