EL MITO HINDÚ DE
INDRA Y VISNU
Indra, dios védico de la guerra y la tormenta montado sobre su clásica montura: el elefante Avuteya.
EL DESFILE DE LAS HORMIGAS
Indra
mató al dragón, titán gigantesco que se ocultaba en las montañas en forma de
nube y serpiente y retenía cautivas en su vientre las aguas del cielo. El dios
arrojó un rayo al centro de sus pesados anillos, y el monstruo saltó en pedazos
como un montón de juncos secos. Se liberaron las aguas, y se desparramaron en
franjas sobre la tierra para correr de nuevo por el cuerpo del mundo.
Este diluvio es
el diluvio de la vida y pertenece a todos. Es la savia del campo y el bosque, la
sangre que circula por las venas. El monstruo se había apropiado del bien común,
hinchado su cuerpo egoísta y codicioso entre el cielo y la tierra; pero ahora ha
muerto. Han vuelto a manar los jugos. Los titanes se han retirado al submundo;
los dioses han vuelto a la cima de la montaña central de la tierra para reinar
desde las alturas.
Durante el
periodo de supremacía del dragón, se habían ido agrietando y desmoronando las
mansiones de la excelsa ciudad de los dioses. Lo primero que hizo Indra ahora
fue reconstruirla. Todas las divinidades del cielo lo aclamaron como su
salvador. Llevado de su triunfo, y consciente de su fuerza, llamó a Visvakarman,
dios de los oficios y de las artes, y le ordenó que erigiese un palacio digno
del inigualable esplendor del rey de los dioses.
Visvakarman,
genio milagroso, logró construir en un solo año una espléndida residencia, con
palacios y jardines, lagos y torres. Pero a medida que avanzaba su trabajo, las
demandas de Indra se volvían más exigentes y las visiones que revelaba más
vastas. Pedía terrazas y pabellones adicionales, más estanques, más arboledas y
parques. Cada vez que Indra se acercaba a elogiar los trabajos, daba a conocer
visiones tras visiones de maravillas que aún quedaban por realizar. Así que el
divino artesano, desesperado, decidió pedir auxilio arriba, y acudió a Brahma,
creador demiurgo, encarnación primera del Espíritu Universal que habita muy
arriba, lejos de la tumultuosa esfera olímpica de la ambición, la lucha y la
gloria.
Cuando
Visvakarman se presentó en secreto ante el altísimo trono y expuso su caso,
Brahma consoló al solicitante.
-Pronto serás liberado de
esa carga- dijo-. Vete en paz.
Acto seguido,
mientras Visvakarman bajaba presuroso a la ciudad de Indra, subió Braham a una
esfera aún más alta. Se presentó ante Visnu, el Ser Supremo, de quien él mismo
era mero agente. Visnu escuchó con beatífico silencio, y con un mero gesto de
cabeza le hizo saber que la petición de Visvakarman sería satisfecha.
A la mañana
siguiente apareció antes las puertas de Indra un jovencísimo brahman con el
bastón de peregrino, y pidió al guardián que anunciase su visita al rey. El
centinela corrió a avisar a su señor, y éste acudió en persona a recibir al
auspicioso huésped. Era un niño delgado, de unos diez años, resplandeciente de
sabiduría. Indra lo descubrió entre la multitud de chicos que miraban
embelesados. El niño saludó al anfitrión con una mirada dulce de sus ojos negros
y brillantes. El rey inclinó la cabeza ante el niño; le dio alegre su bendición.
Se retiraron los dos al gran salón de Indra, y allí le dio ceremoniosamente la
bienvenida a su invitado, con ofrendas de miel, leche y frutos. Y dijo a
continuación:
-¡Oh, venerable niño, dime
el objeto de tu visita!
El hermoso niño
contestó con una voz que era profunda y suave como el trueno lento de las nubes
prometedoras de lluvia:
-¡Oh, Rey de los dioses,
he oído hablar del poderoso palacio que estás construyendo, y he venido a
exponerte las preguntas que me vienen a la cabeza! ¿Cuántos años harán falta
para completar esa rica e inmensa residencia? ¿Qué nuevas proezas de ingeniería
se prevé que lleve a cabo Visvakarman? ¡Oh, el más Alto de los Dioses- el
semblante del niño luminoso esbozó una sonrisa bondadosa, apenas perceptible-,
ningún Indra anterior ha conseguido completar un palacio como el que va ser el
tuyo!
Embriagado de
triunfo, al rey de los dioses le divirtió la pretensión de este niño de saber
sobre los Indras anteriores a él. Con una sonrisa paternal, le preguntó:
-Dime, criatura, ¿has
visto tú muchos Indras y Visvakarmans...o has oído hablar siquiera de ellos?
El maravilloso
huésped asintió con aplomo.
-Desde luego; he visto
muchos-su voz era cálida y dulce como la leche de vaca recién ordeñada-. Hijo
mío- prosiguió el niño -, yo he conocido a tu padre Kasyapa, el Anciano Tortuga,
señor y progenitor de todos los seres de la Tierra. Y he conocido a tu abuelo,
Marici, Rayo de Luz Celestial, hijo de Brahma. Marici fue engendrado por el
espíritu puro del dios Brahma; su riqueza y su gloria fueron su santidad y su
devoción. Y también conozco a Brahma, al que Visnu hace salir del cáliz del loto
nacido de su ombligo. Y al propio Visnu, el Ser supremo que sostiene a Brahma en
su labor creadora, lo conozco también.
“Oh, Rey de los
Dioses, yo he conocido la disolución espantosa del universo. He visto perecer a
todos una y otra vez, al final de cada ciclo, momento terrible en que cada átomo
se disuelve en las aguas puras y primordiales de la eternidad de donde habían
salido originalmente. Así, pues, todo regresa a la infinitud insondable y
turbulenta del océano cubierto de absoluta negrura y vacío de todo vestigio de
seres animados. Ah, ¿quién puede calcular los universos que han desaparecido y
las creaciones que han surgido, una y otra vez, del abismo informe de las aguas
inmensas? ¿Quién puede contar los siglos efímeros del mundo según se van
sucediendo interminablemente? ¿Y quién enumerar los universos que hay en la
infinita inmensidad del espacio, cada uno con su Brahma, su Visnu y su Siva?
¿Qué decir de los Indras que hay en ellos, los Indras que reinan a la vez en los
innumerables mundos, los que desaparecieron antes de que éstos surgieran, y los
que se suceden en cada línea, remontándose a la divina realeza, uno tras otro,
y, uno tras otro despareciendo? Oh, Rey de los Dioses, hay entre tus siervos
quien sostiene que es posible contar los granos de la arena que hay en la tierra
y las gotas de lluvia que caen del cielo, pero que jamas pondrá nadie número a
todos esos Indras. Eso es lo que saben los Sabios.
“La vida y
reinado de un Indra dura setenta y un eones; y cuando han expirado veintiocho
Indras, ha transcurrido un Día y una Noche de Brahma. Pero la existencia de un
Brahma, medida en Días o Noches de Brahma, es sólo de ciento ocho años. Brahma
sucede a Brahma; desaparece uno y surge el siguiente; no se pueden contar sus
series interminables.
"Pero ¿quién puede calcular el número de
universos que hay en un momento dado, cada uno albergando un Brahma y un Indra?
Más allá de la visión más lejana, apretujándose en el espacio exterior, los
universos vienen y se van, formando una hueste interminable. Como naves
delicadas, flotan en las aguas insondables y puras que son el cuerpo de Visnu.
De cada poro de ese cuerpo borbotea e irrumpe un universo. ¿Puedes tú presumir
de contarlos? ¿Puedes contar los dioses de todos esos mundos, de los mundos
presentes y pasados?”
Una procesión de
hormigas había hecho su aparición en la sala durante el discurso del niño. En
orden militar, formando una columna de cuatro metros de anchura, la tribu
avanzaba por el suelo. El niño reparó en ellas; calló y se quedó observándolas;
luego soltó una asombrosa carcajada, pero acto seguido se abismó en mudo y
pensativo silencio.
-¿De qué te ríes?-
tartamudeó Indra-. ¿Quién eres tú, ser misterioso, bajo esa engañosa apariencia
de niño?- el orgulloso rey se sentía secos los labios y la garganta; su voz
siguió repitiendo entrecortada-: ¿Quién eres tú, Océano de Virtudes, envuelto en
bruma ilusoria?
El asombroso niño
prosiguió:
-Me han hecho reír las
hormigas. No puedo decir el motivo. No me pidas que lo desvele. Ese secreto
encierra la semilla del dolor y el fruto de la sabiduría. Es el secreto que
abate con una hacha el árbol de la vanidad mundana, y corta sus raíces y
desmocha su copa. Ese secreto es una lámpara para los que andan a tientas a
causa de la ignorancia. Ese secreto se halla enterrado en la sabiduría de los
siglos y rara vez se revela siquiera a los santos. Ese secreto es el aire vital
de los ascetas que renuncian a la existencia mortal y la trascienden; pero a las
personas mundanas, engañadas por el deseo y el orgullo, las destruye.
El niño sonrió y
se quedó callado. Indra le miró, incapaz de moverse.
-¡Oh, hijo de brahman-
suplicó el rey a continuación, con nueva y visible humildad-, no sé quién eres!
Pareces la encarnación de la Sabiduría. Revélame ese secreto de los tiempos, esa
luz que disipa las tinieblas.
Requerido de este
modo, el niño enseñó al dios la oculta sabiduría:
-He visto, oh Indra, cómo
desfilan las hormigas en larga procesión. Cada una fue un Indra en otro tiempo.
Al igual que tú, cada uno, en virtud de piadosas acciones pasadas, ascendió al
rango de rey de los dioses. Pero ahora, tras multitud de renacimientos, cada uno
se ha convertido otra vez en hormiga. Ese ejército es un ejército de antiguos
Indras.
La piedad y las acciones sublimes elevan a los habitantes del mundo al reino glorioso de las mansiones celestiales, o a los dominios superiores de Brahma y de Siva, y a la esfera más alta de Visnu; pero las acciones reprobables los hunden en mundos inferiores, en abismos de sufrimiento y dolor que implican la reencarnación en pájaros o sabandijas, y se convierte en esclavo o en señor. Por sus acciones alcanza uno el rango de rey o de brahman, o de algún dios, o de un Indra o un Brahma. Y merced a sus acciones, además contrae enfermedades, adquiere belleza o deformidad, o vuelve a nacer en la condición de monstruo.
"La vida en el
ciclo de los innumerables renacimientos es como la visión de un sueño. Los
dioses de las alturas, los árboles mudos y las piedras, son otras tantas
apariciones de esta fantasía. Pero la Muerte administra la ley del tiempo. A las
órdenes del tiempo, la Muerte es señora de todos. Perecederos como burbujas son
los seres buenos y los seres malos de ese sueño. El bien y el mal se alternan en
ciclos interminables. De ahí que los sabios no se aten al bien ni al mal. Los
sabios no se atan a nada en absoluto.
El niño concluyó
la lección sobrecogedora y miró a su anfitrión en silencio. El rey de los
dioses, a pesar de su esplendor celestial, se había reducido ante sí mismo a la
insignificancia. Entretanto, otra asombrosa aparición había entrado en el salón.
El recién llegado
tenía aspecto de ermitaño. Un moño espeso le coronaba la cabeza; llevaba una
gamuza negra atada a la cintura; en la frente tenía pintada una marca blanca; se
protegía la cabeza con un mísero quitasol de yerba, y en el pecho le nacía un
extraño y espeso mechón: estaba intacto en la circunferencia, pero del centro le
habían desaparecido muchos pelos al parecer. Este personaje santo fue
directamente a Indra, y el niño se sentó entro los dos, donde permaneció inmóvil
como una roca. El majestuoso Indra, recobrando de algún modo su papel de
anfitrión, le saludó con una inclinación de cabeza, le rindió homenaje, y le
ofreció leche agria y miel como refrigerio; luego titubeante, aunque reverente,
preguntó a su austero huésped por su salud. Tras lo cual el niño se dirigió al
hombre santo, haciéndose las mismas preguntas que el propio Indra le había
formulado.
-¿De dónde vienes, Oh
Hombre Santo? ¿Cómo te llamas y qué te trae a este lugar? ¿Dónde está tu actual
hogar y cuál es el significado de este quitasol de yerba? ¿Qué prodigio es ése
del mechón circular que tienes en el pecho: por qué es tan espeso en la
circunferencia pero en el centro está casi pelado? Ten la bondad, oh Hombre
Santo, de responder brevemente a estas preguntas. Estoy deseoso de comprender.
El santo anciano
sonrió con paciencia; y empezó lentamente:
-Soy brahman. Me llamo
Velleso. Y he venido aquí a advertir a Indra. Como sé que mi vida es breve, he
decidido no tener hogar, ni construirme casa ninguna, ni casarme, ni procurarme
sustento. Vivo de las limosnas. Para protegerme del sol y de la lluvia llevo
sobre mi cabeza este quitasol de yerba.
“En cuanto al
rodal de pelo que tengo en el pecho, es fuente de aflicción para los hijos del
mundo. Sin embargo, enseña sabiduría. Por cada Indra que muere se me cae un
pelo. Por eso en el centro me ha desaparecido todo el vello. Cuando expire la
otra mitad del periodo asignado al Brahma actual, yo mismo moriré. Oh, niño
brahman, se suponen que mis días son escasos; así que, ¿para qué tener esposas,
hijo ni casa?
“Cada parpadeo
del gran Visnu señala el paso de un Brahma. Todo cuanto hay por debajo de esa
esfera de Brahma es inconsistente como la nube que adopta una forma y se deshace
a continuación. Por eso me dedico sólo a meditar sobre los incomparables pies de
loto del altísimo Visnu. La fe en Visnu es más que la dicha de la redención;
porque toda alegría, incluso la celestial, es frágil como un sueño, y no hace
sino estorbar la concentración de nuestra fe en el Ser Supremo.
“Siva, dador de
paz, altísimo guía espiritual, me ha enseñado esta sabiduría maravillosa. No
ansío experimentar las diversas formas de redención, ni compartir las mansiones
excelsas del altísimo y gozar de su eterna presencia, o ser como él en cuerpo y
atavío, o convertirme en parte de su augusta sustancia, o incluso diluirme
enteramente en su esencia inefable.
"De repente, el
hombre santo calló y desapareció. Había sido el propio dios Siva; ahora había
regresado a su morada supramundana. Simultáneamente, el niño brahman, que era
Visnu, desapareció también. El rey se quedó solo, desconcertado y perplejo.
Indra, el rey,
reflexionó; y le pareció que estos sucesos habían sido un sueño. Pero ya no
sintió deseo ninguno de aumentar su esplendor celestial ni de continuar la
construcción de su palacio. Llamó a Visvakarman. Y acogiendo amablemente al
artífice con palabras halagadoras, lo cubrió de joyas y regalos preciosos, y lo
mandó a su casa tras una suntuosa despedida.
Indra, el rey
deseó ahora alcanzar la redención. Había adquirido sabiduría, y sólo quería ser
libre. Confió la pompa y el peso de su oficio a su hijo, y se dispuso a
retirarse al desierto y abrazar la vida de ermitaño. Al enterarse su hermosa y
apasionada reina, Saci, se sintió traspasada de dolor.
Llorando de pena
y de absoluta desesperación, Saci acudió a Brhaspati, ingenioso sacedorte,
consejero espiritual de la cada de Indra, y Señor de la Sabiduría Mágica.
Postrándose a sus pies, Saci le suplicó que apartase del ánimo a su esposo tan
severa resolución. El hábil consejero de los dioses, que con sus ardides y
encantos había ayudado a los poderes celestiales a arrancar el gobierno del
universo de las manos de sus rivales los titanes, escuchó meditabundo la queja
de la voluptuosa y desconsolada diosa, y asintió con sagacidad. Con sonrisa de
mago, la cogió de la mano y la condujo a la presencia de su esposo. Allí, en su
papel de maestro espiritual, disertó sabiamente sobre las virtudes de la vida
espiritual pero también de las virtudes de la secular. De una y otra dijo lo que
era de justicia. Desarrolló muy habilmente su discurso; convenció al rey
discípulo para que moderase su extrema resolución, y devolvió a la reina su
radiante alegría.
Este Señor de la
Sabiduría Mágica había compuesto en otro tiempo un tratado sobre el gobierno, a
fin de enseñar a Indra a gobernar el mundo. Ahora escribió una segunda obra, un
tratado sobre política y ardides del amor conyugal. Demostrando el dulce arte
siempre nuevo del galanteo, y encadenado al amado con lazos duraderos, su
inestimable libro proporcionó sólidos cimientos a la vida conyugal de la pareja
reunida.
Así concluye la maravillosa historia de cómo el rey de los dioses fue humillado por su orgullo desmedido, curado de una ambición excesiva y, por medio de la sabiduría espiritual y secular, devuelto a la conciencia de su propia función en el juego transitorio de la vida interminable. (*)
(*) Fuente: Mitos y símbolos de la India, de Heinrich Zimmer, Ediciones Siruela.
Máscara del Dios Indra