En 1934, por razones políticas, el escritor
argentino
Ricardo Rojas es
desterrado por unos meses a la Isla Grande de Tierra del Fuego, en la
Patagonia Argentina. Allí escribe la obra Archipiélago, un diamante
literario en la valoración de la religión y el mundo mágico de los
onas y yaganes,
antiguos dueños de la gran isla patagónica. Ahora, en Temakel, le
presentamos un momento de Archipiélago, obra muy poco leída o
recordada en la actualidad, donde Rojas fustiga la incomprensión de Darwin
respecto a los yaganes y donde experimenta la palpitación trascendente del
reino de Onaisín, el mágico, mítico y perdido mundo de los onas.
LA
RELIGIÓN DE LOS ONAS
Por
Ricardo Rojas
Aunque
la colonización blanca llegó al Archipiélago en pleno siglo XlX, no se
comprendió lo que significaban para la ciencia estos pueblos virginales y
arcaicos, como un misterio del planeta, en su aislamiento insular. Los
blancos rompieron este misterio, sin descifrarlo, y sin sospechar siquiera
el mal que perpetraban.
Cuando Fitz-Roy volvió de su primer viaje, llevó del Beagle a
Inglaterra tres indios yaganes: los bautizaron con los nombres de Mathews,
Jimmy y Fueguia, una mujer. Como habían aprendido el inglés, Fitz-Roy los
trajo de intérpretes en su segundo viaje. Darwin, que entonces los trató a
bordo, los encontró bondadosos e inteligentes. De Jimmy dice: "No parecía
pertenecer a la misma raza de salvajes innobles e infectos que habíamos
visto en Tierra del Fuego". Descúbrese aquí una contradicción que
necesita ser explicada.
No es posible pensar que Jimmy habíase tornado inteligente y bondadoso
por haber estado en Inglaterra, sino que, por haber aprendido el inglés,
Darwin pudo comunicarse con él y conocerlo. En cambio, los demás
permanecían en un misterio hermético para el extranjero. Sorprende, por
eso mismo, que el joven naturalista juzgue a esa raza, apenas entrevista
al pasar, como si la conociera. Vio las canoas y las chozas, pero no las
almas. Aseguró, sin fundamento alguno, que eran caníbales; dato que pasó a
las cartas geográficas del siglo anterior. Los yaganes aparecieron a sus
ojos como los seres más degradados de la especie humana.
Darwin juzgó el idioma de los yaganes como algo tan pobre que no
merecía el nombre de lenguaje articulado; pero el joven sabio inglés
ignoraba ese idioma en absoluto. Otro inglés, el pastor Bridges, con más
conocimiento y autoridad en ese punto, ha dado elementos para
rectificarlo. La cantidad de palabras yaganas recogidas por Bridges es
superior a las que Shakespeare y Darwin emplearon, y a las de muchas
lenguas modernas de ilustre literatura, y desde luego extraordinariamente
mayor al poco caudal que suele contar el léxico de los pueblos primitivos.
Abunda el yamana en nombres y verbos, por el matiz con que representaban
las diversas acciones y por la precisión con que denominan las cosas
individualizadas en una minuciosa observación de la naturaleza. Las que
nosotros expresamos
por adjetivos y adverbios, ellos las incluyen en nombres y verbos de
sutiles distinciones. La gramática de los yaganes me parece tan admirable
como su abundante léxico, que da testimonio de una extraordinaria vida
mental no desprovista de belleza poética en sus expresiones.
Darwin dice de estos indios antárticos: "Las diferentes tribus no
tienen gobierno". Así es, en efecto; y no lo necesitaban, porque tenían
maestros. Maestro fue Kuanip( también llamado
Kenos ), el héroe mítico, el instructor que les trajo el fuego y que hoy
está en una estrella a la cual se fue después de haber enseñado a los
hombres la ciencia del vivir su economía, su moral. El rito del Hain
mantuvo después para los jóvenes las tradiciones de esa antigua ciencia
que los patriarcas enseñaban y practicaban. No es que no tenían gobierno;
carecían de "Estado", en el sentido europeo o militar de esta palabra,
pero poseían un gobierno moral en el clan, que regía y conservaba la raza.
Un día, los mapas dejaron de mencionar a los imaginarios antropófagos,
sin duda porque se averiguó que más bien lo eran quienes vinieron a
civilizarlos. Sabemos hoy cuán rico fue el idioma de los yaganes, cuán
admirable la moral varonil de los onas, cuán profunda la concepción
religiosa de ambos pueblos. Los misioneros, así protestantes como
católicos, rectificaron los viejos errores, después de haber vivido largos
años en la intimidad de las tribus hasta haber aprendido sus lenguas y
penetrado en el secreto de sus almas. Lástima que la verdad vino a saberse
cuando ya esas estructuras sociales habían sido rotas por los
civilizadores y la raza autóctona llegaba a su extinción.
Difícil es penetrar en la
conciencia del hombre primitivo, captar sus secretos. Los datos sueltos de
los etnógrafos, por más exactos que sean en la verdad externa, son
insuficientes. Las interpretaciones tendenciosas de los hombres de ciencia
y de los misioneros religiosos, también suelen ser ocasionadas por
errores. Sólo despojándonos de nuestra mentalidad de hombres civilizados y
captando por intuición la mentalidad primitiva, podemos acercarnos a aquel
secreto y contemplar su cultura desde adentro de ella. Así debemos
proceder con la cultura autóctona del Onaisín (de los onas), que por ser
insular y tan antigua se distingue de la de otros pueblos indígenas, con
caracteres propios.
La religiosidad del Onaisín
presenta caracteres muy originales y profundos. No se parece al monoteísmo
hebreo, ni al politeísmo helénico, ni al panteísmo hindú y aunque ofrece
algunos leves puntos de contacto con otras religiones primitivas, nada es
más diferente del fetichismo de Oceanía, o de la heliolatría incaica o de
la aparatosa magia africana. Acaso la religión del Archipiélago Austral
sea la más antigua del planeta, y habríase conservado gracias al
aislamiento insular. De ahí que no haya sido fácil comprenderla.
Asomémonos
ahora al secreto religioso del Onaisín, buscando comprender los aspectos
exteriores de su cultura.
Algunos de los primeros exploradores de la región fueguina afirmaron que
sus indios eran ateos. Esto fue un error, que ha de atribuirse a
interpretaciones tendenciosas, a lo que siempre hay de accidental o
superficial en la visión de un viajero, y a la ignorancia de la lengua
autóctona. Tal afirmación de ateísmo serviría a los materialistas para
demostrar que la noción de Dios no es innata en todos los hombres, y a los
deístas para decir que los fueguinos, puesto que no conciben a Dios,
marcan un grado casi bestial en la especie humana.
Dicho error provino de que estos indios no practicaban el culto de los
muertos, ni tenían fetiches, y carecían de rito externo; pero hoy sabemos
que no eran ateos. Lo sabemos por el testimonio de los etnógrafos y de los
misioneros cristianos. Las noticias de éstos
sobre los idiomas, leyendas y costumbres de los fueguinos rectifican el
viejo error.
Los yaganes llamaban Vatainueva a un Ser Supremo, y Timaukel lo
llamaban los onas; para ambos, aquel ser inefable, invisible, era la más
antigua "persona", anterior al hombre y a la montaña, el poderoso en quien
nacen y perecen las formas. Dentro de este ser viven los otros seres
visibles del Universo. Todas las cosas de la tierra, del cielo y del mar
son también "personas"; lo mismo el hombre que la roca, el lobo, el árbol,
la nube, la nieve, el viento, la estrella. Cada forma tiene un
doble espiritual llamado mehn que la moldea, sostiene y anima.
... Llamaban Omeling al espíritu del cielo y Jalpen al de la nube, cuyo
vestido es blanco y vuela sin ruido, como ciertas aves. Uno es él "mehn"
del árbol verde, otro el del árbol seco, otro el del árbol quemado, y
otro, impalpable y diáfano, llamado Josha, el del aire que vive entre los
árboles, y éste es el verdadero espíritu del bosque. La montana, Huepen, y
el lago, Cahme, son hombre y mujer; espiritualmente, sus "mehnes"
procrean.
Los onas dieron asimismo el nombre de "mehn" al "doble" o espíritu de
los que han muerto. Algunos "rnehnes" (manes, decían los latinos), son
ahora estrellas y constelaciones. Los héroes, por su condición divina como
entre los griegos, son hijos del Cielo y se transformaron en los más
lucientes astros de la noche fueguina. Aquel campo de fuego que veo allá
arriba, es el "mehn" de Kuanip (o Kenos), el héroe civilizador de los onas.
Así, la leyenda indígena se infunde en el cielo, en el mar, en la
tierra, en el bosque, en la nieve, y es como el alma del paisaje, porque
cada ser es una persona y tiene un "mehn" diferente.
El Universo era para ellos una esencia en que no distinguían lo
natural de lo sobrenatural, acaso porque todo es sobrenatural. La realidad
se les presentaba como un escenario de fuerzas espirituales. El
pensamiento se transfería al mundo externo, tanto como las imágenes del
contorno se proyectan por los sentidos en la mente. La visión onírica era
tan corpórea como la experiencia sensible. Todo era mágico en estos
pueblos y su ambiente. Su religión estaba implícita en la vida porque
ella misma era la vida, quizá no imaginada como algo diferente de la
muerte. Careció de artes ornamentales porque el paisaje era el mejor
ornamento. Careció de culto idolátrico porque su liturgia era cosmogónica.
Careció también, por eso mismo, de ritos mortuorios. La muerte y la vida,
como el sueño y vigilia, eran un solo fluir espiritual en las formas del
tiempo y del espacio.
Condenaban el homicidio voluntario, para salvar la integridad
biológica de la familia y la concordia entre los clanes. La muerte natural
no tenía mayor importancia porque el "mehn" del difunto sobrevivía y su
cadáver se desintegraba lentamente, acaso sin putrefacción, cremado o
depositado en la nieve, pero sin tumba. Los hijos no nombraban a sus
padres fallecidos para no evocarlos, porque se creía en una transmigración
de los espíritus; idea análoga a la de Egipto, aunque sin sarcófagos ni
momias. La muerte era una perfecta desmaterealización, pero no un
perecer.
...Dentro de esas raras concepciones, que no son metafísica panteísta,
ni politeísmo antropomorfo, sino magia primordial y biología del espíritu,
concibieron ese Dios Supremo al que dieron nombre, aunque sin darle forma
y sin rendirle cultos ceremoniales, puesto que los hombres vivían en Él y
Él en ellos. Poblaron el universo de tantas "personas" como seres existen;
en lo esencial, no diferentes de la persona humana. Lo divino y lo humano
y lo natural carecieron de distinciones. Semejante cosmosofía formó la
religión, la ciencia, el arte, y una moral formulada en sabias normas y
hermosos mitos que dramatizaban la vida y exaltaban el heroísmo, para la
subsistencia de la raza que así venció al medio hostil, en una selección
milenaria.
Y ahora,
yo, aquí, sumido en el paisaje de Onaisín mágico, veo que todo eso era
verdad, y que lo es todavía. (*)
(*) Fuente: Ricardo Rojas,
Archipiélago, Buenos Aires, Ed. Losada.
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